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Sirat: cuando el viaje se convierte en experiencia interior

Redacció

La película Sirat de Oliver Laxe, recientemente elegida para representar a España en los premios Oscar, no es solo una obra cinematográfica: es una travesía. El profesor Antoni Nello, en su crítica cinematográfica en el último número de la revista Foc Nou, advierte desde el principio que estamos ante un filme que exige una actitud determinada del espectador: no mirar, sino dejarse llevar. Sirat no ofrece respuestas claras, sino un camino abierto, un puente tensado entre el infierno y el paraíso, como dice el propio texto que abre la película.

Con Sergi López en uno de sus papeles más intensos, la narración empieza como una búsqueda —una hija desaparecida en medio de una rave en el desierto de Marruecos—, pero pronto se transforma en otra cosa. El desierto se convierte en escenario de desposesión: allí donde todo se reduce a lo esencial y donde los vínculos humanos y espirituales se ponen a prueba. El viaje físico se confunde con el tránsito interior, y eso sitúa al espectador en un terreno ambiguo, exigente, casi místico.

Nello recupera un concepto casi olvidado en la cultura contemporánea: “estar viajado”, no como consumo turístico, sino como experiencia de transformación. Viajar, en este sentido profundo, significa dejar atrás la propia rigidez para volverse dúctil, para escuchar y comprender aquello que no nos es familiar. Eso es exactamente lo que propone Laxe: un cine que no se limita a contar una historia, sino que interpela, incómoda y nos invita a mirarnos desde fuera.

La presencia de actores no profesionales acentúa esta sensación de autenticidad. Los personajes que acompañan al protagonista no parecen surgidos de un casting, sino figuras encontradas, seres reales con una carga existencial que traspasa la pantalla. Este mosaico humano dibuja, como dice Nello, un mapa antropológico desarraigado pero profundamente vivo.

La banda sonora, lejos de ser un simple complemento, actúa como hilo conductor espiritual. La música, el paisaje y el silencio forman una liturgia sensorial que recuerda ciertas experiencias místico-poéticas del cine de autor y, como apunta el columnista, incluso resonancias con la tradición espiritual cristiana —San Juan de la Cruz y su camino de noche y fuego— donde la travesía no es geográfica, sino existencial.

En definitiva, Sirat es una película que no se mira, sino que se atraviesa. Exige una apertura interior que va más allá del gusto cinematográfico. Como el puente que une el infierno y el paraíso, la cinta de Laxe nos invita a caminar por una línea fina, cortante, donde la certeza se disuelve y solo queda la belleza como brújula. Y quizás ahí reside su fuerza: en recordarnos que el verdadero viaje no consiste en llegar, sino en dejarse transformar.
 

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