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Nicea, 1.700 años después: cuando la teología se encuentra con la política

Redacció / Núria Montserrat Farré

En el año 325, en la ciudad de Nicea, se celebró el que sería el primer concilio ecuménico de la historia cristiana. Asistieron entre 200 y 280 obispos, convocados por el emperador romano —Constantino—, quien aún no había recibido el bautismo. Se cumplen ahora 1.700 años de aquel acontecimiento, y la profesora Núria Montserrat Farré ha querido revisar su significado y trascendencia en una conferencia reciente, ofreciendo una mirada histórica, teológica y crítica de este momento fundacional para la doctrina y la estructura de la Iglesia.

De la sencillez del mensaje de Jesús a la complejidad de los dogmas
Farré parte de una constatación: la comprensión trinitaria de Dios que hoy parece tan asumida —Padre, Hijo y Espíritu Santo— no fue evidente desde el principio. Al comienzo, solo la figura del Padre era indiscutida. El Hijo, revelado en el Nuevo Testamento, generó debate sobre su naturaleza: ¿era Dios o una criatura divina pero inferior? Y el Espíritu Santo, pese a su presencia activa, no fue reconocido como tercera persona hasta décadas más tarde, en el Concilio de Constantinopla (381).

Este largo proceso de definición doctrinal responde a una necesidad: pasar de una fe viva y narrativa a una teología sistemática, capaz de ofrecer respuestas ante las disensiones internas. Primero fue necesario definir quién era Dios (la Trinidad), para después poder discernir quién era Cristo (la cristología).

Arrio, Alejandro y la crisis de identidad cristiana
El Concilio de Nicea se convocó para resolver la crisis arriana. Arrio, sacerdote de Alejandría, afirmaba que el Hijo no era de la misma naturaleza que el Padre. Esta visión, que evocaba el pensamiento platónico del demiurgo, cuestionaba la divinidad de Cristo y agitaba a la Iglesia. Alejandro, patriarca de Alejandría, con el apoyo de otros obispos, condenó a Arrio, pero este continuó propagando su doctrina con ingenio y respaldo episcopal, como el de Eusebio de Cesarea.

Ante la creciente división, Constantino, preocupado por la unidad del Imperio, optó por intervenir. Confió en Osio de Córdoba, quien, al ver la dificultad de resolver el conflicto bilateralmente, propuso convocar un concilio universal. Nicea se convierte, así, en el escenario donde teología y política se encuentran por primera vez con toda su fuerza.

El papel de Constantino: impulsor, mediador... ¿o manipulador?
A pesar de no estar bautizado, Constantino jugó un papel central: facilitó el encuentro, alojó a los obispos y estableció el objetivo político de favorecer una unidad religiosa que consolidara su poder imperial. Entre los participantes había figuras destacadas como Osio, Alejandro y su diácono Atanasio, pero también simpatizantes de Arrio. A pesar de las simpatías iniciales del emperador hacia los arrianos, el Concilio acabaría condenando su doctrina y afirmando que el Hijo es “consubstancial” al Padre.

Sin embargo, las fuentes sobre este concilio son escasas, fragmentarias y marcadas por sesgos ideológicos. La obra principal, La vida de Constantino de Eusebio de Cesarea, es apologética y nada imparcial. Además, sorprende el silencio de las fuentes durante décadas tras el Concilio, hecho que hace pensar en la persistencia de tensiones, especialmente en el Oriente cristiano.

Una alianza incómoda: la Iglesia y el poder
Uno de los aspectos más relevantes de la conferencia de Farré es la manera en que se cuestiona la supuesta ruptura constantiniana. Ya en el siglo III había precedentes de intervención imperial en asuntos eclesiales. El sínodo de Arlés (314), convocado también por Constantino, es un ejemplo. La relación entre Iglesia y Estado, pues, no comienza en Nicea, pero sí se transforma profundamente.

El vínculo entre los obispos y el emperador se manifiesta con fuerza: banquetes imperiales, presencia de los prelados en la corte, colaboración política... Esta relación fue fuertemente criticada por grupos como los donatistas y por teólogos que advertían del riesgo de sumisión. Autores como Newton, Simonetti o Pietri han destacado esta alianza como una de las grandes tensiones del cristianismo antiguo. Pietri, de hecho, afirma que Constantino gobernaba sobre tres pilares: la administración, el ejército y el episcopado.

A pesar de haber sido una pieza clave en Nicea, Eusebio de Cesárea valoraba más el Concilio de Jerusalén-Tiro (335), donde la unidad entre poder civil y religioso se celebraba explícitamente. Tras la muerte de Constantino, se distanció del poder imperial. Este giro anticipa lo que será un largo conflicto: obispos sumisos versus obispos resistentes. La figura de Ambrosio de Milán ante el emperador Teodosio será un paradigma de ello.

Nicea, hoy
El Concilio de Nicea no solo definió dogmas, sino que inauguró una nueva manera de entender la Iglesia: no solo como comunidad de fe, sino como estructura con poder, vinculada al poder. A 1.700 años de distancia, tal vez vale la pena volver a aquel momento con una mirada crítica: no para desacreditarlo, sino para reconocer cuán frágil, negociada y poliédrica es siempre la verdad cuando se expresa dentro de la historia.

 

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