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La Feria de Ramos

Lucia Montobbio - Cristianisme i Justícia

[Artículo original aparecido en el blog de CiJ]  Una mañana de finales de marzo, o de principios de abril, aparece un señor con un pincel y un bote de pintura blanca en Rambla de Cataluña. Entre la calle Aragó y la calle Consell de Cent, para ser más exactos. Repasa, paciente, cifras y ángulos que han quedado borrados en el asfalto por el paso del año. “Así los paradistas tienen claro en qué lugar va su caseta, y hasta dónde pueden ocupar… Cada uno tiene asignado un número, ¿ves?”, me indica el pintor con el mango del pincel y da dos golpecitos en el suelo. Falta poco para que empiece la Feria de Ramos.

La Feria de Ramos cada vez ocupa menos metros. Ha quedado reducida a una manzana. Aun así, la alegría y el sol se expanden de forma nítida. Nos preparamos para recibir a Jesucristo, que entra aclamado como Rey en Jerusalén. Quiere estar a nuestro lado estos días. Y nosotros lo acompañaremos, viendo cómo muere, viendo cómo resucita. «Hosanna al Hijo de David. Bendito el que viene en nombre del Señor. Hosanna en las alturas» (Mt 21,9).

Cuando era niña estudiaba en el colegio de las Esclavas del Sagrado Corazón. También en la Rambla de Cataluña, número 83. Fueron doce años de ir rambla arriba, rambla abajo. Cuatro veces al día. Me conocía todos los escaparates de memoria. Y antes de que me lo anunciaran las hermanas, ya sabía cuándo había llegado la Cuaresma. En las panaderías y en las pastelerías aparecían los buñuelos. Sólo los miércoles y los viernes. Ahora los puedes merendar cada día. Y más adelante, cuando la Pascua se acercaba, el aparador de la pastelería Vives nos asombraba con monas espléndidas y huevos de chocolate increíbles. Ahora, continúa siendo un espectáculo.

El hombre del pincel blanco, la madera verde de las casetas, el aroma a palma fresca, el laurel recién cortado, y mis primos que llegaban de Roma para pasar las fiestas con nosotros eran las pistas definitivas. El Domingo de Ramos había llegado.

Me pedía palmón, me gustaba su simplicidad y su movimiento: la cascada de los foliolos de un lado para el otro. Como si se tratara de una melena larga, rubia, lisa que libre se peinaba y despeinaba con flexibilidad. Las trenzas de las palmas no me convencían y tuve la suerte de tener una madrina poco insistente en la tradición. “Las palmas son para las niñas y los palmones para los niños”, oigo a una abuela explicándole a su nieto.

Palmas, palmones, rosarios de azúcar, huevos de madera, figuritas de plástico, pollitos amarillos, cintas de colores. Y un pasillo de luz solar que se extiende hasta el Tibidabo. “Las familias esperan con ilusión nuestra feria para comprar todo lo que necesiten para el Domingo de Ramos, como la primavera y el buen tiempo han llegado, es un buen plan venir a pasear por aquí y comprar, llevamos años de historia, señora”, me cuenta una artesana mientras me vende: “Este ramo de laurel, que lo he cortado hoy mismo y es de mi finca.”

Después de bendecir los ramos, los primos llegábamos a casa agitados. Salíamos al balcón y sujetábamos, con cordeles y alambre, las palmas y los palmones a las barandillas. “Aquí se quedarán todo el año, así protegerán nuestra casa y nos traerán buena suerte”, nos explicaba una tía; mientras que otra tía añadía: “Y luego los llevaremos a la parroquia para que los quemen; la ceniza que resulte, la usarán para el miércoles de ceniza. ¿Os acordáis, niños, de la cruz que nos dibujaron en la frente?”. Entonces recordaba el inicio de la Cuaresma, que se me hacía eterna y sabía que las casetas de la feria muy pronto desaparecerían.

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