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Amar al proísmo, de verdad

«Amarás a tu prójimo como a ti mismo». Este versículo bíblico, tan citado como ignorado, resume una de las aspiraciones más nobles de las religiones monoteístas. Nos aferramos a él a menudo como prueba de buena conciencia, como si bastara con repetirlo para demostrar que queremos el bien. Pero la realidad, terca, nos recuerda que estas palabras nunca han impedido guerras, venganzas ni fanatismos.

El otro merece nuestro amor… mientras sea de los nuestros. Pero ¿y cuando discrepa, cuando pertenece a otra fe, a otra nación, cuando nos cuestiona? ¿Sigue siendo prójimo o pasa a ser una amenaza?

Este dilema no es exclusivo de la religión. También en el debate político actual predomina una polarización asfixiante. Hay una desconfianza radical hacia quien piensa diferente. Y cuando hablamos de Israel y Gaza, ese silencio impuesto por el miedo a dar munición al enemigo se vuelve casi absoluto. Cualquier crítica puede leerse como traición; cualquier empatía, como debilidad.

Yo mismo he callado muchas veces. Pero hoy siento que hay que romper ese silencio. No para acusar, sino para amar de verdad. Porque, como dice la Biblia, amar no significa cerrar los ojos. Significa mirar al otro de frente, ver sus heridas y también sus errores. Significa ponerle un espejo delante, no para humillarlo, sino para que pueda reconocerse y mejorar.

Hablo hoy por amor a Israel. Porque me duele verlo hundido en el desorden político y la quiebra moral. Hablo también por la tragedia vivida por el pueblo de Gaza, por los niños muertos, por el trauma que arrastra toda una región.

El amor que siento por Israel no es el de una promesa mesiánica ni el de una idealización de la tierra. Es un amor real, fundamentado en la historia y en la supervivencia de un pueblo perseguido. Pero ese amor no puede exigir la aniquilación de otro pueblo. Eso no es sionismo: es supremacismo. Y rompe con el proyecto fundacional de Israel, que proclamaba —en su Declaración de Independencia— la voluntad de tender la mano a todos los vecinos y sus pueblos.

Por eso, amar hoy significa exigir a Israel un acto de conciencia.
Significa apoyar a quienes saben que solo la democracia puede salvar el proyecto sionista.
A quienes rechazan el racismo y el fanatismo que traicionan la historia.
A quienes ven el sufrimiento de los niños de Gaza y no miran hacia otro lado.
A quienes entienden que, sin paz y sin futuro para el pueblo palestino, tampoco lo habrá para el pueblo israelí.
A quienes saben que ningún dolor se repara matando de hambre a inocentes o condenando a criaturas.

Ese es el verdadero amor al prójimo. No el de una promesa vacía o incondicional, sino el de una exigencia moral que nos obliga a preservar nuestra humanidad —y la de los demás. Solo así, la generación que está por nacer podrá conocer algo más que el odio.
 

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