Habitar la espera
Cuando se acerca el Adviento, el mundo parece contener el aliento.
El invierno afina los silencios y, en la fría transparencia de los días, una luz aún invisible tiembla, oculta, como un secreto que busca un corazón donde nacer.
Os proponemos abrir de par en par los sentidos y el alma, y dejaros conducir hacia el misterio profundo de los días que preceden a la Navidad: días de espera, de una sed íntima, de una luz que todavía no ha terminado de nacer.
1. Marcar este tiempo. Las etapas litúrgicas son como piedras blancas en el río del año: allí podemos apoyar el pie, orientar el paso y recordar quiénes somos. Si no señalamos estos hitos, el tiempo se deshace como agua entre los dedos y pierde relieve, temple y agudeza. El Adviento es un brasero pequeño que despierta nuestra atención adormecida e invita a alzar la mirada. Un calendario humilde —una llama tras otra— nos ayuda a poner ritmo a la espera y a hacer crecer una esperanza que arde.
2. Hacer espacio. Para acoger, primero es necesario vaciar. El Adviento es el arte de crear espacios: un vacío que no es ausencia, sino disponibilidad; una rendija por donde pueda entrar el aliento de lo inesperado. En medio de agendas saturadas, abramos un claro, reservemos un margen amplio y silencioso. Dejemos que la oración encuentre allí su sitio, y que Aquel que viene tenga espacio donde morar.
3. Cultivar el deseo. El deseo crece en silencio, como la vida que se forma en el vientre de una mujer. Las semanas que conducen a la Navidad son una gestación lenta: dejemos que esa vida discreta se expanda en nosotros. Pongámonos en camino, como María que avanzaba llevando en su seno una promesa. En ese peregrinaje interior, permanezcamos abiertos a la admiración, a la alabanza que brota sin motivo y a la gratitud que nos arraiga. Como el centinela que aguarda la aurora, avancemos ligeros dentro de la oscuridad del invierno, sabiendo que el día llegará.
4. Compartir la esperanza. La alegría profunda de la Navidad no es posesión, sino don; solo cobra cuerpo cuando se comparte. Esta fiesta nos reúne con quienes amamos y nos impulsa a manifestar el afecto en gestos sencillos —una palabra, un regalo—. Pero desde el Adviento la alegría se vuelve fecunda cuando se orienta hacia los demás: en la hospitalidad, hacia los más vulnerables, en la visita a las personas mayores, en los gestos que encienden sonrisas. Compartamos, pues, la convicción íntima de que existe una alegría más fuerte que todas las tinieblas, una luz que ningún invierno puede apagar.
