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El héroe sobre un pollino (Mc 11,1-11)

Si nos acercamos a los evangelios, vemos que todos relatan la entrada de Jesús en Jerusalén. No es habitual que los cuatro lo reflejen, lo que indica una cierta relevancia. A pesar de las discrepancias entre los propios relatos sinópticos (aún más en el de Juan), hay un conjunto de rasgos comunes que muestran características muy concretas del Dios en el que creemos los cristianos.  

La propia encarnación de Dios sube a lomos de un pollino para transmitir un mensaje muy claro a la población. No se trata solo de cumplir la profecía de Zacarías 9,9. Tampoco es para lograr la foto del día, una imagen simpática pero sin mayor profundidad, como si fuera mero postureo. La coherencia en el mensaje de Jesús no deja lugar a dudas.  

En muchas series y películas de tipo histórico (como Juego de Tronos, El Señor de los Anillos, etc.), hay escenas en las que se espera la llegada de héroes que vienen de regiones lejanas después de batallas, guerras o, directamente, con la intención de arrebatar el trono al tirano de turno. La promesa de su llegada genera grandes expectativas, y el momento en que se produce está cargado de una dosis épica indiscutible. En todas ellas, el protagonista muestra su poder montado en un caballo pura sangre, al frente de un ejército prodigioso, una flota majestuosa o, incluso, a lomos de un dragón. Todas estas escenas tienen en común que transmiten velocidad, fuerza, energía y otras magnitudes físicas que ahora no vienen al caso.  

Jesús despertaba una expectativa similar: había alcanzado una gran fama y se le esperaba como un rey, como lo demuestran los gritos de ¡Hosanna! que se pronunciaron al verlo. A su entrada, se congregó una multitud que en su interior anhelaba la llegada del Mesías prometido, esa figura profética que todo el pueblo judío comprendía, aunque con imágenes distorsionadas (como ocurre con todo lo que producimos los seres humanos). Especialmente lo esperaban los colectivos más vulnerables, que deseaban liberarse de aquellos que los oprimían. Como dijo el propio Jesús, estos eran quienes mejor lo comprendían, pues partían con menos prejuicios.  

Y vuelvo a decirlo: Jesús entra en la gran ciudad judía por excelencia, Jerusalén, montado en un pollino. ¡Un pollino! Un animal despreciado por los romanos, al que incluso se atribuía un mal presagio. Qué escena más cómica y, al mismo tiempo, trascendental. Aquel en quien depositamos nuestra verdadera esperanza no comanda un ejército que aniquila inocentes ni necesita demostrar su poder a través de jerarquías, armas o animales con aura divina. El poder de Jesús, y por tanto el del Dios que siente (y sentimos) como Padre, es la humildad, el amor y el servicio desinteresado al otro.  

Esta entrada no tiene nada que ver con el esplendor característico de la Semana Santa. Seguramente es su antítesis, pues es la culminación de la sencillez: alguien que llega a un lugar que lo sobrepasa y no pretende imponerse con poder ni con gloria, sino aportar desde la base, humedeciendo las raíces de la sociedad con esperanza. Todas las religiones han erigido estructuras poderosas para asegurar la pervivencia de sus proyectos, ocultando —en mi opinión— el pollino, ya que no inspira ni temor ni admiración. Seguramente no terminamos de comprender a Dios, porque su lógica es radicalmente compasiva y rompe por completo con nuestro yo presuntuoso y egoísta, que se pone en primer lugar en cualquier momento del día.  

Como diría el salmo (un poco adaptado) que se cantó en su honor: ¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! Nos encanta el Reino que propone y cómo rompe con la dinámica del templo y del poder. ¡Gracias por salvarnos de nosotros mismos!
 

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