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De Francisco a León: una perspectiva histórica

Diego Sola - Revista Foc Nou

La elección de Robert Francis Prevost como papa León XIV ha sido leída, en términos generales, como una continuación del legado del papa Francisco. Sin que esta lectura deje de ser acertada, creo que es necesario añadir otras variables y, aquí, la perspectiva histórica ayuda. El nuevo pontífice eligió el nombre de León. Como él mismo confirmó pocos días después, esta elección era, en primer lugar, en reconocimiento del papa Pecci, León XIII, obispo de Roma entre 1878 y 1903, y fundador de la doctrina social de la Iglesia, con la encíclica Rerum novarum (Sobre las cosas nuevas) como primera piedra. El suyo fue un pontificado marcado por el diálogo, difícil en aquellos tiempos, con la modernidad (a la que su predecesor, Pío IX, se había cerrado completamente, tras el trauma de la pérdida de los Estados Pontificios) y de denuncia de los excesos de la revolución industrial. Como es sabido también, León XIII hizo cardenal al teólogo inglés John Henry Newman (1801-1890), uno de los auténticos padres intelectuales en la sombra —casi un siglo antes del Concilio Vaticano II— y una figura que todavía influye en el rumbo del catolicismo.

León XIII fue el papa que puso los cimientos de la entrada de la Iglesia católica en la modernidad, aunque ese camino no sería nada fácil en las primeras décadas del siglo XX. Vivió en un tiempo de cambios acelerados —como los nuestros—, en el que la ciencia y la tecnología ponían en cuestión los principios más básicos de la dignidad humana. Cuando el feudalismo y la servidumbre de los humildes parecían superados, la técnica dio a las nuevas (y viejas) élites económicas nuevos y poderosos instrumentos de dominio. En medio de la irrupción, con fuerza, del marxismo, que, por su parte, denunciaba esta realidad con un proyecto político potente como respuesta a la injusticia, la Iglesia, sin enmendar su tradición y acudiendo a las fuentes del Evangelio, debía ofrecer una respuesta cristiana a la desesperada situación de millones de personas.

León el Grande, verdadero vicario

Yendo mucho más atrás, sin embargo, el primer papa llamado León también vivió una época de grandes convulsiones y cambios: León el Grande, papa entre los años 440 y 461, afrontó el derrumbe, en parte civilizatorio, del mundo romano. La ciudad, Roma, tomada por los invasores, vio cómo su obispo se erigía en su verdadero vicario. León I creó el principio de confiabilidad en la Iglesia romana como refugio en medio de la tormenta. Doctrinalmente, sistematizó el pensamiento y la obra de San Agustín, muerto apenas diez años antes del inicio de su pontificado, como parte indispensable del ADN, si así podemos llamarlo, del catolicismo romano. Agustín es, no lo olvidemos, uno de los arquitectos de lo que históricamente se ha entendido como Occidente. Y, por supuesto, inspiró la futura orden agustiniana, a la cual pertenece el papa León XIV. Se puede decir, pues, que la elección del nombre también es muy agustiniana.

Consideraciones nominales aparte (que en una institución con doscientos sesenta y siete papas permite, precisamente, una lectura histórica de la elección del nombre, también como una declaración de intenciones e incluso programática), ciertamente la situación heredada por el papa Prevost no es nada fácil. El mundo está cada vez más polarizado, también la Iglesia. Las relaciones sociales y la misma conformación de la opinión pública, todo está siendo transformado por la universalización de las redes sociales. Adicionalmente, no conocemos todavía el impacto real que la inteligencia artificial tendrá sobre nuestras vidas, también sobre nuestras relaciones sociales o laborales, y en otros ámbitos. Y en un mundo cada vez más desigual, se perpetúan injusticias, la discriminación y la marginación de los diferentes, de pensamiento, de origen, de creencia o de otras condiciones, también dentro de la Iglesia. Francisco intentó abordar esta dolorosa realidad con acciones integradoras no siempre comprendidas. Por sus detractores, por supuesto, pero también por quienes demandan cambios profundos en la concepción de la Iglesia y en la definición de los papeles de todos sus miembros para evitar situaciones de exclusión y marginación.

Con un magisterio aún por revelar, se puede decir, por ahora, que León XIV parece haber captado el momento histórico trascendental que vive el mundo: una nueva revolución tecnológica está transformando las sociedades en todos sus órdenes. Las redes sociales o la inteligencia artificial cambian las normas sociales, relacionales, políticas, económicas y laborales de nuestro mundo, rompen viejos consensos, y no es seguro que esos cambios sean para bien. Al mismo tiempo, la Iglesia católica es consciente de su profunda crisis interna, que no viene de Francisco, ni de Benedicto XVI, ni siquiera del largo pontificado de Juan Pablo II. La grieta comienza a atravesar el edificio hace medio siglo, cuando las dinámicas sociales y políticas de los años 1960 cambiaron muchas cosas en el mundo occidental y la Iglesia sintió los primeros compases de la ruptura del principio de confianza, uno de los procesos de la crisis multicausal de la Iglesia romana. Han pasado muchas cosas desde entonces y el mundo de 2025 se parece poco al de 1968, pero el estado de crisis permanece, dentro de la barca de Pedro como en el resto de las instituciones civiles, con un clima de división (eclesial y social) cada vez mayor. Quizá habría que volver a leer al cardenal Newman y confiar más en el diálogo que en el falso espejismo de las redes sociales como nueva ágora de la sociedad: “Mucha gente cree que discrepa de los demás y lo que en realidad pasa es que no tienen el valor de hablar unos con otros”, escribió. Es sobrecogedor ver cómo sus observaciones de hace casi un siglo y medio siguen vigentes para el mundo de hoy.

La cuestión clave es que de aquella profunda fractura del siglo XIX, con efectos en el siglo posterior, terminó surgiendo, tras el trauma de las guerras mundiales, la esperanza democrática y los proyectos de unas sociedades más equitativas y menos desiguales, aunque solo para una parte —pequeña— del planeta que se autoproclamó Primer Mundo, olvidando sus márgenes y sus periferias, a las que tanto ha mirado el papa Francisco. Dado que no es seguro que de esta fractura actual —nueva revolución tecnológica y cambio de paradigma sociopolítico global— pueda salir una renovación y regeneración como lo fue el mundo de la posguerra de 1945, el papa León XIV parece elegido para navegar en estas aguas tan embravecidas. Lo hace con una barca eclesial más débil y frágil, y también dividida en sus tripulantes, con lo cual el rumbo de todo ello está por verse.

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