Una Navidad más auténtica

22 de desembre 2020

El actual contexto sanitario nos obliga a celebrar la Navidad de una manera diferente. Por motivos de seguridad y también económicos, tendremos que ser mucho más austeros. Menos invitados a la mesa, menos celebraciones multitudinarias, menos frenesí consumista... pero tal vez sea una oportunidad para redescubrir el sentido profundo de esta fiesta.

Por desgracia, esta celebración se ha convertido en un suculento negocio. De hecho, durante años, hemos vivido una Navidad secuestrada. La alegría de comprar y gastar ha suplantado el gozo profundo de la esperanza cristiana que no esconde ni el sufrimiento ni las adversidades de diversa índole. Este año estamos invitados a despertar de este cuento navideño en el que hemos vivido aletargados durante tanto tiempo.

Las medidas sanitarias nos hacen ser más sobrios, aunque la marginalidad ya les exigía a muchos una frugalidad impuesta. No podían ir de tiendas ni disfrutar de los manjares gastronómicos sencillamente, porque no estaba al alcance de su limitado poder adquisitivo. Tampoco podían reunirse con más de seis personas porque, lamentablemente, se encontraban solos en este mundo. Asimismo, se tenían que ejercitar en la virtud de la templanza, no para crecer en autodominio, sino porque, con sus escasos recursos, no era más que una obligación degradante, una secuela de tantas otras dominaciones injustas.

La decoración con luces variopintas oculta a menudo las sombras navideñas. El canto de los villancicos ahoga el silencio de tanta soledad. Los elementos festivos, incluso, pueden llegar a edulcorar de tal modo el relato original que tergiversen lo evidente. Una mujer embarazada que, lejos de casa, no encontró dónde pasar la noche. Un tirano sin escrúpulos capaz de asesinar a víctimas inocentes para mantenerse en el poder. Una familia forzada a huir a un país extranjero para salvar su vida.

La fe cristiana en vez de camuflar los sinsabores de la existencia, los asume para infundir ánimo. El pueblo que caminaba en tinieblas ha visto una gran luz. Sin tomar consciencia de tanta oscuridad, difícilmente vislumbraremos el resplandor de la esperanza que se nos brinda. Buscaremos sucedáneos, luminarias sugestivas, a riesgo de eclipsar la auténtica luz.

En tiempos de pandemia se nos presenta una Navidad difícil. No podremos abrazar a quiénes queremos ni sentarnos alrededor de la mesa con los de siempre. Viviremos expectantes por la llegada, no tanto de los Sabios de Oriente, como de la ansiada vacuna. Rezaremos para que se acabe pronto esta pesadilla. Pero también ayunaremos de tanta trivialidad y podremos adentrarnos en el misterio navideño, una esperanza enraizada en lo real, a pesar de sus múltiples incongruencias.

Ojalá aprovechemos las circunstancias tan especiales que nos ha tocado vivir para percibir la grandeza de una celebración a menudo desvirtuada por nuestra incorregible banalidad. Estamos llamados a no desentendernos de los que no se sienten invitados a festejar la vida. Y a imitar a unos pastores que, en actitud de vigilia en su quehacer ordinario, acogieron con alegría una Buena Noticia.

La fiesta es el momento para tomar aire y afrontar las dificultades, de encender en nuestros corazones el fuego de la solidaridad y de recuperar la novedad de la fe cristiana, demasiado devaluada, confundida en medio de la epifanía de los caprichos egoístas.

Entonces, será posible entender cómo el Hijo de Dios nació en un rincón del mundo, refugiado en un establo insalubre. Y, si somos valientes, acudiremos con presteza a los pesebres del sufrimiento para venerar al Absoluto que se ha querido encarnar en la contingencia human.

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