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Qué dice la Biblia sobre el desierto

¿QUÉ NOS DICE LA BIBLIA SOBRE EL DESIERTO?

El desierto bíblico está muy lejos del Paris-Dakar. Se nos presenta un desierto lleno de vivencias, significados, experiencias y luchas de todo tipo. Aquí no valen neumáticos ya sean de dos o de cuatro ruedas; uno debe adentrarse a pie descalzo, presto a vivir toda una aventura con Dios. El desierto es el lugar donde Yhwh se manifiesta y educa al pueblo antes de concederle el gran don de la Torá que, más allá de un compendio legislativo, es la voluntad de Dios puesta por escrito. Israel recordará siempre el desierto como su cuna, porque fue en ese entorno donde se fraguó su identidad como pueblo elegido. Por eso el desierto se ha convertido en paradigma tanto para Israel como para el cristianismo.

1. El desierto como ámbito de experiencia, confrontación y aprendizaje

El desierto es símbolo de finitud, de la limitación humana, pero también es el lugar de la fuerza vivificadora de Dios, el ámbito donde se aprende a vivir a la intemperie. La falta de caminos trillados lleva constantemente a tener que escoger entre una dirección u otra, corriendo el riesgo de acertar o equivocarte. Esto conlleva un gran desarraigo y mucha humildad; se aprende a ir por la vida ligeros de equipaje. En estos momentos, la existencia toma un nuevo rostro y se descubren nuevos lenguajes, sobre todo el del silencio que se convierte en puerta de acceso al Trascendente.

Y no olvidemos que cuando Dios viene a nosotros es toda una aventura. Caen muchas certezas, rutinas cotidianas y falsas seguridades. El problema está en que nosotros estamos tan anclados en la imagen que nos hemos forjado de Dios que nos cuesta percibir la novedad. Esperamos algo extraordinario y no advertimos que Dios viene a nosotros en la simplicidad y a la vez en la profundidad del momento presente. Nos ocurre como a los judíos de su tiempo. Se esperaba a Dios por la puerta principal y entró por la del servicio.

2. El desierto, lugar donde se forjan los amigos de Dios

El desierto se irá convirtiendo, poco a poco, en tiempo y lugar de gracia, de salvación, un lugar al que Dios lleva a sus amigos. Esto lo descubrimos especialmente en los profetas. De ahí que la llamada al desierto aparezca vinculada a las grandes manifestaciones salvadoras. De hecho, nos encontramos con el desierto en los inicios de la misión de los grandes personajes de la historia de la Salvación: Abraham debe atravesar el desierto para llegar a la tierra que Dios le ha prometido. Moisés hace experiencia de Dios en el Horeb y recibe la misión de conducir al pueblo por el desierto. Es en el desierto del Sinaí donde Israel recibe el don de la Torá. Tras los eventos del Carmelo, Elías es llevado al desierto. Juan el Bautista aparece predicando un bautismo de conversión en el desierto. El Espíritu conduce también a Jesús al desierto y será en el desierto donde Pablo se encontrará con el Dios de los cristianos a quien perseguía, sin olvidar a los padres y madres del desierto que hallamos en los orígenes del cristianismo. Ahora podemos ver el desierto como marco de experiencia de Dios en tres personajes significativos.

​2.1. Moisés, el divino impaciente

Este gigante de la espiritualidad entra en escena como un hebreo con sensibilidad social y con temperamento. Va al lugar en el que trabajan los hebreos y observa cómo un egipcio maltrata a uno de ellos. Sin pensárselo dos veces pasa a la acción por la vía rápida. Ante lo que considera una injusticia, hace la revolución por su cuenta matando al egipcio que oprimía el hebreo. Pero pronto advierte que de poco ha servido. Los hebreos no lo aceptan y el faraón le busca para matarle. Deberá exiliarse a Madián huyendo no sólo del faraón sino del propio fracaso. En el desierto se convierte en nómada. El desierto le ayuda a discernir, a reflexionar sobre sus métodos y a purificar sus motivaciones en espera del momento propicio para el encuentro con Dios: “quita las sandalias de tus pies, porque el lugar en que estás es tierra sagrada” (Ex 3,5). Y Yhwh le llama confiándole la misión de convertir un puñado de esclavos en un pueblo libre, un pueblo de hermanos. Moisés experimentará en propia carne las dificultades de dicha empresa.

La misión irá cincelando poco a poco a este hombre. Nunca ha sido fácil para nadie cruzar el desierto, pero a Moisés su gente se lo puso muy difícil. Suerte que contaba con Dios: “Yahveh hablaba con Moisés cara a cara, como habla un hombre con su amigo” (Ex 33,11a). Aprenderá a ser siervo de Dios siendo humilde servidor del pueblo: “Moisés era un hombre muy humilde, más que hombre alguno sobre la haz de la tierra” (Nm 12,3). Servir fue el sentido de su vida y cada día renovaba las fuerzas en su relación con Dios, un Dios experimentado como amigo. En la soledad del desierto, la misión irá "trabajando" el talante de este hombre hasta convertirlo en una persona entrañable para poder ser portavoz de un Dios con entrañas. Narra una leyenda judía que Moisés estaba apacentando el rebaño de su suegro Jetró cuando se le extravió una oveja. En un momento en que todo el capital se invertía en rebaños, una oveja era un tesoro y Moisés no podía volver al campamento de su suegro con el rebaño disminuido. Nuestro hombre va en busca de la oveja perdida, pero sus esfuerzos resultan inútiles. Ya a punto de caer la noche, desalentado, a punto de claudicar, Moisés agudiza el oído en un último intento. Le ha parecido oír, a lo lejos, algo similar a un balido. Presto, va en aquella dirección temiendo encontrar a la oveja herida o destrozada por algún animal salvaje. ¡Cuál no sería su sorpresa al encontrarse a la oveja bebiendo tranquilamente en un pequeño charco formado en el hueco de una roca! Moisés se acerca y, poniendo la mano sobre la cabeza del animal, le dice: "–¡Pobrecita, ¡cuánta sed tendrías para venir a beber tan lejos! ¡Y yo sin darme cuenta! ¿Me perdonas? A continuación, la puso sobre sus hombros y la devolvió al rebaño con el rostro radiante de felicidad. Aquella noche, mientras dormía, oyó en sueños una voz que le decía: –Moisés, Moisés, ¡si eres tan buen pastor para las ovejas de tu suegro, yo te quiero para pastor de mi pueblo Israel!

2.2 Elías, el profeta intransigente (1Re 17-2Re 1).

El primer libro de los Reyes nos habla de un profeta peculiar, un hombre al que le tocó vivir en una época complicada de fuerte crisis sincretista; un profeta que no deja ningún escrito, pero su impronta llega no sólo hasta el Nuevo Testamento sino hasta nuestros días. En el judaísmo, es el profeta que debe volver precediendo al Mesías. Todavía hoy, en cada ritual de pascua, la copa de Elías nos recuerda a este singular personaje. Hombre enérgico, ortodoxo apasionado y apasionante, impetuoso e intransigente, más buena arcilla en manos del Dios alfarero que encontró en él un hombre capaz de hacer suya la causa de su Dios. Su mismo nombre, Elías (eliyahû), lleva impreso el sello de su celo. Significa "Mi Dios es Yhwh". Sin embargo, como había sucedido antes con Moisés, será necesario el desierto para modelar a este hombre hasta convertirlo en pacífico "hombre de Dios". Elías, adorador del Dios vivo, no dobla su rodilla ante la reina Jezabel ni se deja amedrentar por sus tretas. Llevado por un celo que lo devora, convoca al pueblo a una gran asamblea en la cima del monte Carmelo. Según narra el texto bíblico, es aquí donde Elías pide fuego del cielo para su causa misionera y Dios, respetuoso siempre, accede a la petición del profeta que quería reconquistar para Dios la fe del pueblo a toda costa, una fe que había cedido ante la seducción de Baal, un dios menos exigente que Yhwh. Elías deja al pueblo boquiabierto con un prodigio que pone en evidencia la inoperancia de Baal; con todo, no le bastó. Movido por la euforia del momento, dicta sentencia por cuenta propia ordenando  degollar a los cuatrocientos cincuenta profetas de Baal. Sin duda Elías creería que con aquella muerte daba gloria a Dios, pero podemos preguntarnos: ¿Era voluntad de Dios o era la voluntad de Elías que él proyectó en su Dios? El celo por la causa de Yhwh se había mezclado con el barro del propio temperamento. En el Nuevo Testamento encontramos una escena parecida cuando los hijos del trueno quieren castigar con fuego a los samaritanos que se negaron a dispensar acogida a Jesús: “y envió mensajeros delante de sí, que fueron y entraron en un pueblo de samaritanos para prepararle posada; pero no le recibieron porque tenía intención de ir a Jerusalén. Al verlo sus discípulos Santiago y Juan, dijeron: «Señor, ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo y los consuma?» Pero volviéndose, les reprendió” (Lc 9,52-55a)

El Dios bíblico no quiere la muerte de nadie sino la vida de todos; por eso no podía sentirse complacido con la hazaña de Elías a pesar de estar llena de buena fe. Lejos de encontrar la paz esperada, las circunstancias se vuelven adversas para el profeta. El texto nos lo presenta triste, atemorizado y abatido. Como un día Moisés, Elías huye también no sólo de Jezabel sino de sí mismo. Y el desierto es el lugar donde el Espíritu le empuja. Hará falta la paciencia y la pedagogía de Dios para ir forjando el talante de ese hombre. La comprensión y acogida que Moisés había encontrado en Jetró, a su llegada a Madián, la encontrará Elías en la persona del ángel. También él –como un día el pueblo en el desierto– necesita ser alimentado por el pan que renueva sus fuerzas para seguir haciendo camino. Conocerá el hambre, la sed, la soledad y las crisis que el pueblo de Israel había conocido en el desierto, hasta llegar a pedir a Dios que le quite la vida. El temple de este hombre irá madurando hasta estar preparado por la gran experiencia del Dios vivo, experiencia que el redactor bíblico sitúa en el Horeb, lugar que nos recuerda la experiencia de Moisés. Con esto nos quiere decir que Elías es un nuevo Moisés; por eso se dice que caminó cuarenta días y cuarenta noches cifra que recuerda los cuarenta años de travesía por el desierto.

Elías huyó para salvar su vida. Al llegar a Berseva, que está en Judá, dejó a su criado y él se adentró en el desierto toda una jornada. Finalmente se sentó bajo una retama solitaria pidiendo la muerte con estas palabras: “El caminó por el desierto una jornada de camino, y fue a sentarse bajo una retama. Se deseó la muerte y dijo: «¡Basta ya, Yahveh! ¡Toma mi vida, porque no soy mejor que mis padres!» Se acostó y se durmió bajo una retama, pero un ángel le tocó y le dijo: «Levántate y come.» Miró y vio a su cabecera una torta cocida sobre piedras calientes y un jarro de agua. Comió y bebió y se volvió a acostar. Volvió segunda vez el ángel de Yahveh, le tocó y le dijo: «Levántate y come, porque el camino es demasiado largo para ti.» Se levantó, comió y bebió, y con la fuerza de aquella comida caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta el monte de Dios, el Horeb. Allí entró en la cueva, y pasó en ella la noche. Le fue dirigida la palabra de Yahveh, que le dijo: «¿Qué haces aquí Elías?» El dijo: «Ardo en celo por Yahveh, Dios Sebaot, porque los israelitas han abandonado tu alianza, han derribado tus altares y han pasado a espada a tus profetas; quedo yo solo y buscan mi vida para quitármela.» Le dijo: «Sal y ponte en el monte ante Yahveh.» Y he aquí que Yahveh pasaba” (1Re 19,4-11a).

Es ahora cuando Dios entra en escena y empieza con una pregunta, algo que indica la dimensión personal del encuentro: –¿Qué haces aquí, Elías? El profeta responde justificándose, lamentándose, denunciando la violencia de la que es objeto. Como respuesta, una orden: ponerse en pie (símbolo de disponibilidad) en el monte (con la simbología que esto evoca) preparándose para el paso de Dios: “Hubo un huracán tan violento que hendía las montañas y quebrantaba las rocas ante Yahveh; pero no estaba Yahveh en el huracán. Después del huracán, un temblor de tierra; pero no estaba Yahveh en el temblor. Después del temblor, fuego, pero no estaba Yahveh en el fuego”.(1R 19,11b-12a).

Huracán, temblor de tierra, fuego... son recursos pedagógicos que el autor bíblico introduce para hablarnos de la experiencia de Dios que se dispone a vivir a Elías. El fuego que cae del cielo y devora todo lo que encuentra viene a ser imagen de un Dios severo, justo, vindicativo; el Dios al que Elías había pedido ayuda. Y Dios, paciente con todos, también con Elías, espera el momento oportuno. El siervo de Dios había mezclado la causa de Dios con sus propios impulsos. Su actuación tenía lógica, pero iría descubriendo que la lógica de Dios es la pura gratuidad de un amor sin medida. Elías no tenía por qué utilizar a Dios en contra de los profetas de Baal: “Después del fuego, el susurro de una brisa suave. Al oírlo Elías, cubrió su rostro con el manto, salió y se puso a la entrada de la cueva. Le fue dirigida una voz que le dijo: «¿Qué haces aquí, Elías?» El respondió: «Ardo en celo por Yahveh, Dios Sebaot, porque los israelitas han abandonado tu alianza, han derribado tus altares y han pasado a espada a tus profetas; quedo yo solo y buscan mi vida para quitármela.» Yahveh le dijo: «Anda, vuelve por tu camino hacia el desierto de Damasco” (1R 19,12b-15a).

Tras el fuego aparece el murmullo de una brisa suave. El Señor se le hace cercano en el silencio del murmullo de la brisa, elemento que evoca intimidad. Cuando las ideas, los juicios y los prejuicios callan, Dios puede hablar. Entonces Elías se cubre con el manto y sale a la entrada de la cueva al encuentro del Señor. Y de nuevo, la misma pregunta: –¿Qué haces aquí, Elías? Y de nuevo la misma respuesta por parte del profeta. Vemos que Dios no responde directamente a la cuestión planteada por Elías, lo cual no deja de ser significativo, sino que cierra el tema con una nueva orden: ponerse de nuevo en camino en dirección al desierto, en este caso el desierto de Damasco. Es necesario un largo proceso para cambiar la imagen de Dios que llevamos dentro. Por eso Dios le ordena adentrarse más aún en el desierto hasta llegar a la tierra prometida del Shalom de Dios. Elías se convertirá con el tiempo en el centinela que dará la voz de alerta al llegar el Mesías. Dios se manifiesta como voz, como Palabra. El profeta es, en primer lugar, el que escucha la Palabra; por eso puede ser portador de la Palabra.

2.3 Jesús de Nazaret en la escuela del desierto

El texto de la transfiguración nos presenta a Jesús entre Moisés y Elías. Si el redactor bíblico nos presentaba a Elías como un nuevo Moisés, los redactores del Nuevo Testamento nos presentan a Jesús como aquel que supera a Moisés y Elías. Y si estos profetas se habían iniciado en el desierto, Jesús de Nazaret es llevado a la misma escuela.

Podemos ver cómo la figura de Jesús viene introducida por la de Juan Bautista presentado como un nuevo Elías: “estará lleno de Espíritu Santo ya desde el seno de su madre, y a muchos de los hijos de Israel, les convertirá al Señor su Dios, e irá delante de él con el espíritu y el poder de Elías” (Lc 1,15b-17a). Así lo admite el mismo Jesús cuando dijo de Juan: “Y, si queréis admitirlo, él es Elías, el que iba a venir”(Mt 11,14).

Ciertamente que Juan tenía el nervio, la pasión y la rectitud de Elías. La valentía y la libertad de aquel austero predicador debían impresionar a Jesús que intuye la presencia de Dios en el grupo de Juan. Sí, Jesús sintió el impacto de la predicación del profeta del desierto que denunciaba a Herodes como un día Elías había denunciado a Jezabel. Juan el Bautista predicaba sin contemplaciones ni miramientos. También él hablaba del fuego del juicio; creía que Dios estaba a punto de intervenir y lo haría severamente como un juez dispuesto a dar su veredicto: «Raza de víboras, ¿quién os ha enseñado a huir de la ira inminente? Dad, pues, fruto digno de conversión, y no creáis que basta con decir en vuestro interior: “Tenemos por padre a Abraham”; porque os digo que puede Dios de estas piedras dar hijos a Abraham. Ya está el hacha puesta a la raíz de los árboles; y todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al fuego. Yo os bautizo en agua para conversión; pero aquel que viene detrás de mí es más fuerte que yo, y no soy digno de llevarle las sandalias. El os bautizará en Espíritu Santo y fuego. En su mano tiene el bieldo y va a limpiar su era: recogerá su trigo en el granero, pero la paja la quemará con fuego que no se apaga.» (Mt 3,7b-12).

Juan el Bautista concede una última oportunidad y propone una única alternativa: la conversión radical. Su autenticidad convence a Jesús que sintoniza, de alguna manera, con el sentir y actuar de aquel hombre enérgico, apasionado por la causa de Dios. Y así entra en el Jordán para bautizarse. En este momento hace experiencia de Dios, un Dios Padre que le ama entrañablemente: “—«Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco.» Esta experiencia lo remueve por dentro. Y a continuación el Espíritu le empuja al desierto. No son dos secuencias yuxtapuestas sino consecutivas. Fue precisamente la experiencia de Dios la que le encaminó al desierto en fidelidad a la tradición de su pueblo. El Espíritu le impulsa al desierto para poder vislumbrar las consecuencias de este hecho en su vida. En el Jordán percibe a Dios como Padre, más ahora debe discernir cómo servir a ese Dios que es su Padre. ¿Debería hacerlo cómo y desde el grupo de Juan?

​Jesús asume la tradición del desierto como lugar de discernimiento, confrontación y crisis. Las tentaciones del pueblo: hambre de pan, manipulación de Dios (becerro de oro) y ansias de poder (murmuraciones contra Moisés y Aarón), son recogidas por los evangelistas. Por eso las respuestas que se ponen en boca de Jesús nacen del corazón mismo de la Torá; son las respuestas que se esperaban del pueblo y que éste no supo dar. Jesús asume no sólo las tentaciones de su pueblo sino nuestras propias tentaciones y al vencerlas no sólo redime al pasado, sino que abre la puerta de la verdadera tierra prometida. El texto de las tentaciones nos muestra hasta qué punto Jesús conocía el peligro que le asediaba a lo largo de su tiempo de misión. Se le presentan diversas formas de seguir la llamada que ha experimentado. Algunas de ellas presentadas como tentación.

Primera tentación: convertir las piedras en pan. Resolver los problemas a golpe de milagro. Jesús vence la tentación dirigiendo la mirada hacia otro tipo de alimento: "No sólo de pan vive el hombre sino de toda palabra que sale de la boca de Dios".

Segunda tentación: desafiar a Dios, tener éxito, utilizar su condición en favor propio. «Si eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: A sus ángeles te encomendará, y en sus manos te llevarán, para que no tropiece tu pie en piedra alguna.» (Mt 4,6). Esta tentación es sutil y tiene que ver con la imagen que Jesús tiene de Dios. Se le invita no a mostrar al Padre sino a demostrar quién es él y qué es capaz de hacer, pero Jesús no cae en la trampa. Triunfar es lo que toda persona anhela. En su interior se libra un gran combate; su filiación divina no le exime de su condición humana. Jesús no se pondrá en el centro, no reclamará la admiración y el protagonismo para él, sino que todo el interés se centrará en la causa de su Padre: el Reino. Anunciará la buena noticia de Dios, no se anunciará a sí mismo. Será el Padre quien dará testimonio de él. No buscará caminos de gloria si la voluntad del Padre pasa por la cruz. Es en el desierto donde Jesús se sentirá responsable de la causa de su Padre.

Tercera tentación: el poder, tentación difícil de rehuir. Con demasiada frecuencia sentimos el peso de nuestra impotencia, de nuestros fracasos... Por eso la promesa de dominar, de tener el poder en la mano, de escapar a la debilidad... es un sueño de gloria. Es tan desgarradora la tentación que Jesús reacciona drásticamente: “¡Apártate, Satanás!” Él sabe que no puede fundamentar su mesianismo en la riqueza, ni en el prestigio ni en el poder, porque estos principios son contrarios a la experiencia vivida en el bautismo. A lo largo de su vida el poder de Jesús será siempre el amor y el servicio no la fuerza ni el dominio. Como Elías tampoco él se inclinarás ante los poderosos. Para Jesús la dignidad humana es incuestionable. Su libertad de hijo no podía verse hipotecada por la adulación servil a los potentados, a los becerros de oro de turno.

El desierto le aporta a Jesús madurez ante la misión confiada sin caer en la trampa de buscarse a sí mismo. La predicación del Reino podía verse envuelta en sutiles redes de poder, dominio, éxito... que, ingenuamente, podían presentarse a mayor gloria de Dios. Jesús desenmascara la trama. En su reino el mayor deberá ser el servidor. La lógica del Reino es contraria a la lógica de los reinos de ese mundo. Esto es válido por todo tiempo. También para Jesús el desierto fue escuela de discernimiento. Allí aprende a ser paciente, a esperar el momento de Dios y actuar en consecuencia.

De súbito le llega la noticia del encarcelamiento de Juan y Jesús intuye que ha llegado la hora de pasar a la acción. Entra en escena no por el portal del culto como podían esperar los sacerdotes ni por el portal del estricto cumplimiento de la Ley como esperaban los escribas y maestros de la Ley, sino por la estrecha puerta de la profecía. Sin embargo, Jesús se desmarca pronto del movimiento de Juan. Recoge el estandarte del Bautista, pero imprime al movimiento un aire nuevo, el aire que había respirado en el Jordán al percibir a Dios como Padre-Madre, no como juez: “El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimides y proclamar un año de gracia del Señor” (Lc 4,18-19)

Podemos ver cómo, sutilmente, modifica el texto del profeta Isaías donde se lee: “a pregonar año de gracia de Yahveh, día de venganza de nuestro Dios”(Is 61,2) Jesús omite este último fragmento que encajaba perfectamente con la predicación del Bautista, pero él había percibido a Dios no como un ser amigo de venganzas sino como un Dios-amor.

En un entorno marcado por la violencia generada por la dominación romana y por la estrechez económica en la que vivía el pueblo, Jesús respira no violencia por los cuatro lados. El pueblo oprimido necesita nuevo oxígeno y la austeridad de Juan le parece inadecuada; de ahí que él invita a entrar por la puerta de la alegría. Se siente portador de una buena noticia: toda persona puede sentirse amada por Dios porque Dios ama a todos y a todas por igual, sin discriminación alguna. Esta experiencia es revolucionaria. Se requieren unos odres nuevos para este vino nuevo. El pueblo tenía que buscar a Juan en el Jordán. Jesús lleva la Buena Noticia de Dios a cada hogar, a cada rincón del pueblo. Ha llegado la hora de la salvación, el momento en que florece el desierto como anunciaba Isaías. Es la hora en que Dios alimentará a su pueblo con su Palabra hecha carne, transformando el desierto en un jardín. De ahora en adelante, la espiritualidad del desierto consistirá en acercarse a Jesús y descubrirlo como Pan de Vida y verdadera Agua de la Roca: con ellos puede hacer frente a todo tipo de desierto.
 

​3. RELECTURA DE LA EXPERIENCIA DEL DESIERTO COMO METÁFORA DE RE-NACIMIENTO

El desierto se convirtió para Israel en una gran metáfora. Para Oseas es el ámbito del enamoramiento: “Por eso yo voy a seducirla; la llevaré al desierto y hablaré a su corazón”. (Os 2,16) En el desierto Dios convierte a una adúltera en una doncella. Más adelante, a raíz del exilio, el pueblo se ha sentido abandonado por su Dios: “Yahvé me ha abandonado, el Señor me ha olvidado” (Is 49,14). En ese momento aparece un profeta de palabra vibrante, capaz de contagiar entusiasmo y esperanza: Una voz clama: «En el desierto abrid camino a Yahveh, trazad en la estepa una calzada recta a nuestro Dios. (Isaías 40,3)

Abrir caminos en el desierto implica una gran dosis de esperanza, algo que implica abrirse a una posibilidad que parece increíble; posibilidad que viene definida no por las propias fuerzas sino por un Dios que todo lo puede. El profeta no posee otra prenda que la Palabra de Dios. Su lenguaje es un jardín de símbolos. Anhelo y sueño ponen en marcha la fantasía como facultad que permite soñar lo imposible. Ciertamente, el Deuteroisaías es un profeta de esperanza en el corazón de un pueblo inmerso en la desesperación. Cuando se hunden las instituciones, los valores y se tambalean las antiguas seguridades es el momento en que el profeta apuesta por tiempos nuevos: “Cuando haya consolado Yahveh a Sión, haya consolado todas sus ruinas y haya trocado el desierto en Edén y la estepa en Paraíso de Yahveh, regocijo y alegría se encontrarán en ella, alabanza y son de canciones”. (Is 51,3)

Ahora bien, este nuevo éxodo antes de ser vivido como experiencia histórica, es imaginado y cantado por un hombre que apuesta por Dios en difíciles circunstancias. Este cantor tiene algo de Moisés y mucho de evangelista al ser pregonero de unos hechos tan sorprendentes que apuntan hacia un horizonte sin fronteras. Podemos preguntarnos de dónde saca el profeta su valor. Sin duda que resonaría en sus oídos aquella antigua promesa: “Yo estaré contigo”. No faltarían temores ni dudas, pero el profeta es el hombre de la apuesta, una apuesta que pasa por transformar el eclipse del exilio en oportunidad histórica. Este hombre está convencido de la novedad que es capaz de generar la Palabra de Dios y sabe que la imaginación debe ponerse al servicio de dicha empresa; la misión le exige anunciar la utopía de un futuro alternativo a la angosta situación que atraviesa el pueblo que ya no sabe hacer otra cosa que refugiarse en efímeras evasiones.

El profeta, sin otro recurso que la Palabra, debe proporcionar recursos que posibiliten la esperanza a una comunidad que ha perdido la confianza no sólo en su Dios sino también en sí misma. El lenguaje profético es el lenguaje de la sorpresa, porque sólo desde aquí puede brotar un nuevo cántico. El Deuteroisaías, apelando a la memoria histórica, devuelve a su pueblo la fe perdida:  “¿No os acordáis de lo pasado, ni caéis en la cuenta de lo antiguo? Pues bien, he aquí que yo lo renuevo: ya está en marcha, ¿no lo reconocéis? Sí, pongo en el desierto un camino, ríos en el Páramo”. (Is 43,18-19)

Pero en la vida del profeta no faltará la Kénosis porque los cambios no son fáciles. El anuncio de la utopía resulta incordiante en todos los tiempos. Abrir caminos no es fácil porque es algo que no proporciona popularidad, sino todo lo contrario. Una mirada atenta a la historia muestra que son las personas creativas quienes abren caminos nuevos al ser capaces de aportar novedad aunque tengan que pagar por ello un precio. Los grandes enemigos suelen ser el miedo, la comodidad, la rutina así como la mediocridad.

El profeta-poeta, en su misión de ser germen de vida, experimentará que debe pasar por vías de sufrimiento. Irá descubriendo paulatinamente que debe convertirse en instrumento de salvación a través del don de sí mismo. El servicio a la Palabra lo va transformando en Siervo de Yhwh, imagen precursora de Jesús que vendrá a traer la buena noticia del Reino de Dios y acabará siendo el Mesías crucificado.

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