Inmortalidad
La conversación entre Vladimir Putin y Xi Jinping, camino de la plaza de Tiananmen para presenciar un desfile militar, se conoció gracias a un micrófono abierto. Putin afirmó que «los órganos humanos pueden trasplantarse continuamente. Cuanto más se vive, más joven se vuelve, e incluso se puede alcanzar la inmortalidad». Xi añadió que hay predicciones que sitúan la esperanza de vida en 150 años durante este siglo. El aumento de la longevidad es un hecho constatable en las estadísticas, aunque su límite aún es incierto.
Putin ha situado como prioridad científica la investigación sobre técnicas de antienvejecimiento, lideradas por su aliado el físico Mijaíl Kovalchuk, convencido de que la tecnología permitirá alcanzar la inmortalidad. Más allá de intereses políticos, el debate plantea la cuestión del tiempo y de nuestra condición humana. Ramon Gener, en su libro Si Beethoven pogués escoltar-me, recuerda las inigualables ganas de vivir de Chopin, que murió a los 39 años, y se pregunta si los avances tecnológicos podrían prolongar indefinidamente la vida. La tentación de vivir para siempre parece tan antigua como la humanidad.
Sin embargo, no todos comparten esta visión. El antropólogo Eudald Carbonell sostiene que la inmortalidad nunca puede ser deseable: perder el sentido del tiempo sería dejar de ser humanos. La vida finita nos empuja a valorar cada instante. En este horizonte, la muerte no es solo límite, sino también llamada a la plenitud. Incluso la fe cristiana, al hablar de resurrección, no elimina el tiempo vivido, sino que lo abre a una dimensión eterna. San Pablo, en su primera carta a los corintios, lo expresó con claridad: «La fe y la esperanza pasarán. El amor no pasará nunca».
La contradicción se hace más evidente si miramos la realidad. Mientras se invierte en programas de longevidad en Rusia, miles de jóvenes mueren en la guerra de Ucrania, arrancados de su futuro. La paradoja es hiriente: ¿de qué sirve hablar de inmortalidad cuando se condena a tantos a morir en plena juventud?
El deseo de alargar la vida toca una fibra íntima de nuestra condición. Pero quizá la verdadera cuestión no sea vivir más años, sino vivirlos con mayor hondura. Guillermina Motta, en una de sus canciones, preguntaba: «Decidme por qué estando tan abajo, siento cosas tan altas». La música, la belleza y el amor nos abren ventanas a lo eterno en medio del tiempo limitado.
En resumen, más que aspirar a la pervivencia biológica sin fin, estamos llamados a una existencia plena, donde cada instante cuente y se llene de amor. Porque el verdadero desafío no es conquistar la inmortalidad, sino aprender a vivir y a amar en el tiempo que se nos da.