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San Juan Bautista y la luz del solsticio: entre la liturgia y el simbolismo

Ezequiel Mir

Cada año, el 24 de junio, la Iglesia celebra el nacimiento de san Juan Bautista. Los evangelios canónicos recogen la importancia fundamental de este personaje como precursor del Mesías. Pero, ¿cuál es el origen de esta fiesta y qué sentido tienen las hogueras que se encienden en la víspera? Para responder, es necesario comprender tanto la raíz litúrgica como el sustrato simbólico que acompaña su celebración.

La fecha se sitúa simbólicamente cerca del solsticio de verano, y eso no es trivial. Antes de su cristianización, muchas culturas europeas, como las celtas o las eslavas, ya celebraban rituales ligados a la luz y la fertilidad en este período. La tradición cristiana asumió y reinterpretó estas prácticas, convirtiéndolas en expresión de una nueva luz: la luz que precede a la de Cristo. Así, las hogueras de San Juan, con toda su carga popular y purificadora, se convierten en símbolo de lo que Juan Bautista anunciaba: «Él tiene que crecer, y yo tengo que menguar» (Jn 3,30).

El Evangelio según san Lucas narra que Juan, hijo de Isabel y Zacarías, salta de alegría en el vientre de su madre al reconocer la presencia de Jesús en María. Su nacimiento está rodeado de elementos fabulosos: una concepción inesperada, una pérdida temporal del habla por parte de Zacarías, y un nombre —Juan, “Dios es misericordioso”— que expresa la gracia recibida. Este relato, profundamente simbólico, se centra en la fe que se gesta en el silencio y se proclama con la palabra recuperada: la bendición de Dios.

San Agustín subraya su carácter único: «La Iglesia considera, en cierto modo, sagrado el nacimiento de Juan. No se encuentra entre los Padres ningún otro nacimiento que celebremos solemnemente. Celebramos el nacimiento de Juan y el de Cristo, lo cual no puede carecer de significado» (Sermón 293). En un contexto litúrgico en el que lo habitual es recordar el dies natalis —el día del martirio o la muerte— el caso de Juan es excepcional, porque anticipa a Cristo.

Su bautismo no era meramente ritual: invitaba a una conversión, a prepararse para la llegada del Reino. El mismo Jesús se hace bautizar por él, y de esta manera, Juan se convierte en un punto de transición. Como Jesús reconocerá: «Entre los nacidos de mujer no hay nadie mayor que Juan» (Lc 7,28). No obstante, el mismo Bautista sabrá retirarse para que «el esposo» ocupe su lugar.

El 29 de agosto, la Iglesia conmemora su martirio. Pero el 24 de junio, litúrgicamente más antiguo, centra la atención en su nacimiento como portador de una misión. Esta celebración nos invita a redescubrir la pedagogía de la fe: Dios actúa en el silencio, en la vejez de Isabel, en la duda de Zacarías, en el nombre que rompe con la tradición familiar para afirmar una llamada nueva.

Esta fiesta, a menudo calificada de 'popular', no debe ser menospreciada. Su valor catequético reside en la simplicidad con que transmite grandes verdades teológicas: la luz, la conversión, la preparación, el anuncio, la misericordia. Es una liturgia desde los márgenes, como el Bautista, que no predicaba desde el templo sino en el desierto.

El teólogo ortodoxo Olivier Clément (1921–2009) proponía leer el folclore y la liturgia como una vía de acceso al Misterio. En su pensamiento, el camino del ser humano hacia Dios pasa por el simbolismo que lo conecta con el Dios oculto, cósmico, encarnado y trinitario. Así, la noche de San Juan puede leerse como una epifanía anticipada: la humanidad llamada a purificarse, a quemar lo viejo, a abrirse a una luz que anuncia la plenitud.

En el mundo actual, aunque a menudo secularizada, la verbena conserva elementos que nos hablan de la misma tensión entre lo festivo y lo sagrado. El fuego, los rituales del agua, la música y la reunión colectiva son expresiones —aunque a veces olvidadas de su origen— de un deseo de renovación y comunidad que se enraíza en nuestra historia espiritual.

Así pues, san Juan Bautista no es solo una figura del pasado, sino un icono vivo de la vocación cristiana: anunciar, preparar, desaparecer para que Dios se manifieste.

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