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Las noches están preñadas

Las noches están preñadas y nadie conoce el día que nacerá

Proverbio turco

Ante la desproporción del progreso, la experiencia del límite puede activar nuevas oportunidades y resultar saludable.

Afirmar que en la actualidad la noche se impone en todo el mundo es evidente. Considerar la noche como una gestación es, sin embargo, un acto de fe. Pero la fe no da evidencias ni garantías. Sin embargo, encara la percepción, la despierta, la atiza. Posibilita distinguir, en la oscura realidad, las señales de una nueva oportunidad. Hace sensible, en medio de la oscuridad, a las chispas de luz. Muda la fisura en puerta de salida. En medio de la noche quiero expresar algunos indicios de esa nueva posibilidad.

Arranquemos ilustrando la noche. Las diversas crisis que vive nuestro planeta hoy –crisis ecológica, económica, política– están llevando a la humanidad a una oscuridad cada vez más profunda. El agotamiento y la destrucción de los recursos naturales están generando terribles amenazas y riesgos para las generaciones futuras. El endeudamiento público y privado ahoga a poblaciones enteras y a los sectores más pobres de todas las sociedades. Las luchas de poder conducen a guerras permanentes que diezman países enteros. Estas crisis desafían profundamente nuestra representación de «la vida buena» y del progreso. Nuestras sociedades se construyen en torno a un imaginario colectivo vinculado al crecimiento incesante. Pero las crisis que encaramos hoy evidencian que ese imaginario no es sostenible. La pretensión de infinito en torno a la cual se ha construido la convivencia facilita la confirmación trágica de nuestra finitud.

La muerte

Esta finitud nos hace vivir a nivel global una experiencia consustancial de toda vida humana: la experiencia del límite. La historia de todo ser humano se escribe a través de los múltiples límites que encuentra en su camino: fracasos, pérdidas... Nuestra vida está conformada por la confrontación con los límites de nuestra existencia. Y cada uno de estos límites es una experiencia de muerte: la muerte de un proyecto, la muerte de una relación, la muerte de una capacidad. Ante esa experiencia de muerte son posibles tres actitudes. Una actitud posible es la de negar la muerte, es decir, rechazar la pérdida buscando muy rápidamente llenar el vacío. Negar la muerte es hacer como si todo continuara, escabullirse del luto y, por tanto, neutralizar la posibilidad de cualquier transformación. La actitud opuesta es negar la vida: uno se sumerge en el catastrofismo y la impasibilidad. Negar la vida es dejarse arrastrar al abismo, entrar en el círculo vicioso del fatalismo: «De todas formas, no hay nada que hacer».

Entre estas dos actitudes extremas y completamente enfrentadas, hay sitio para un entremedio. Entre la negación de la muerte y la negación de la vida, es posible afirmar la vida, no negando la muerte, sino traspasándola. Se trata de transformar la pérdida en un espacio en el que pueda aflorar una nueva posibilidad. Es el vacío que hace salir lo radicalmente nuevo. Esta novedad no llena el vacío, desplaza la mirada y desvela otra cosa que antes no existía. En este entremedio, la muerte no se niega, sino que se traspasa; la vida no está asegurada, sino esperada. La vida esperada no se conoce de antemano: sólo se sabe que no será idéntica a la que se perdió. Por tanto, hay de hecho un duelo a hacer y una separación a vivir, pero esta pérdida se vive como una promesa de novedad.

Un nuevo estilo de vida

Para ejemplificar estas tres posibles actitudes ante el límite, tomemos la crisis ecológica. La negación de la muerte se encuentra, ciertamente, entre los que rechazan ver la relevancia de los problemas a los que nos enfrentamos, pero se manifiesta sobre todo entre los que, conscientes del problema, esperan la solución técnica milagrosa que nos permita seguir viviendo como antes. Sin duda, el progreso técnico ha mostrado, a lo largo de la historia, avances admirables e inauditos. Sin embargo, esta fe absoluta en la técnica constituye una forma de negar la muerte y rechazar el duelo por una determinada forma de vida. Pues lo que está en cuestión hoy no es sólo el estado de la técnica, sino más fundamentalmente nuestra forma de vida. Los problemas ambientales a afrontar son, sin duda, la ocasión ideal para examinar y recomponer nuestros estilos de vida.

Si unos niegan la muerte, otros niegan la vida: no faltan los discursos fatalistas y la resignación al respecto. La muerte aquí no se niega sino, por el contrario, se impone como una realidad angustiosa. Aparece como la conclusión normal e irremediable de nuestra actitud depredadora hacia la naturaleza. No puede evitarse. Pero, sólo resaltando la fatalidad, la dificultad e incluso el miedo, no posibilita la vida. Se trata sólo de capear y desentenderse, en la medida de lo posible, de este horizonte de muerte, para hacer perdurar lo máximo posible lo que tenemos y que está en peligro de desaparecer. En este planteamiento negativo, se niega la vida, pues sólo se piensa en términos de permanencia y prolongación. Sin embargo, una vida sin novedad, aunque pueda perdurar, es una vida sentenciada a muerte por su estrechez. Ante la muerte, creemos que salvamos la vida aferrándonos a lo ya conocido para no perderla, pero haciéndolo matamos cualquier posibilidad de vida nueva.

Entre estas dos actitudes extremas que oponen la vida y la muerte, se puede concebir una tercera que, por el contrario, intenta vertebrarlas. Se considera la amenaza de muerte y asume aventurarse a una pérdida para hacer emerger lo radicalmente nuevo. La amenaza de muerte se convierte así en la promesa de una nueva vida. Esta actitud invoca transformaciones cualitativas en lo que se refiere a los comportamientos individuales y colectivos, portadores de otro «estilo» de vida: una vida con menos aceleración pero con más relaciones; una vida con menos movilidad pero con mayor arraigo; una vida con menos productividad pero con mayor calidad de presencia. No se trata de rehuir la pérdida, puesto que algo habrá que perder: confortabilidad, aceleración, movilidad. Pero esta pérdida es disponibilidad a una nueva experiencia vital: con más relaciones, mayor presencia, más armonía... La novedad es contundente y no se limita a cambiar unas costumbres cotidianas. Implica otra experiencia del tiempo y del espacio: el tiempo de la espera y de la sorpresa más que el de la inmediatez y el control; el espacio acogedor más que el espacio funcional. La muerte no se niega sino que se traspasa, la vida no se asegura, sino que se espera.

«Las noches están preñadas y nadie conoce el día que nacerá». La crisis de hoy nos ofrece la alternativa de fecundar nuestras oscuridades y abrirnos a lo imprevisible. Evidentemente, nuestras sociedades se construyeron en torno al sueño de la seguridad absoluta y la abundancia infinita. Hoy tenemos una posibilidad única de reconsiderar la gestación de nuestras comunidades humanas a partir no de un porvenir conocido a priori, sino de una nueva posibilidad. Las noches están preñadas; estemos listos para acoger lo inesperado de un nuevo día.

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