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Dos preguntas existenciales

Viktor Frankl, en su obra El hombre en busca de sentido, se pregunta por el sentido de la vida. Afirma: «En realidad no importa que no esperemos nada de la vida, sino si la vida espera algo de nosotros. Tenemos que dejar de hacernos preguntas sobre el significado de
la vida y, en vez de ello, pensar en nosotros como en seres a quienes la vida les inquiriera continua e incesantemente». El autor de esta obra, psiquiatra, neurólogo y fundador de la logoterapia, narra en ella sus reflexiones y sentimientos cuando estuvo como interno en un campo de concentración. En ella apunta a la razón por la cual pudo sobrevivir al horror que le envolvió.

La primera de las dos preguntas existenciales a que me refiero puede formularse así: ¿Qué espero de la vida? No hay que responder inmediatamente, sino dejar que brote del interior la respuesta. Sin prisas. Si nos damos cuenta, surgen expectativas, deseos, ilusiones… Para Frankl, esto no es relevante. Incluso admite que «no importa que no esperemos nada de la vida». Nuestra cultura está centrada en el logro, en la autorrealización, en la conquista. Por este motivo, para muchos lo que esperan es básico. En realidad, nos alejamos de la esencia de la vida que, fundamentalmente, es don.

De ahí viene la importancia de la segunda pregunta existencial: ¿Qué espera la vida de mí? Cada hombre tiene un destino, distinto y único en cada caso. A veces, tendrá que actuar; otras, aceptarlo. Como prisionero, que podía morir de un momento a otro, Frankl escribe: «Cuando un hombre descubre que su destino es sufrir, ha de aceptar dicho sufrimiento, pues ésa es su sola y única tarea. Ha de reconocer el hecho de que, incluso sufriendo, él es único y está solo en el universo. Nadie puede redimirle de su sufrimiento ni sufrir en su lugar. Su única oportunidad reside en la actitud que adopte al soportar su carga.» Este pensamiento le liberaba de la desesperación. Esta perspectiva permite entender de algún modo la plegaria de Jesús ante su muerte inminente: «Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz. Pero no se haga como yo quiero, sino como quieres tú» (Mt 26,29). Este enfoque surge de entender la vida como don, como vocación. Nadie me ha pedido permiso para traerme a la vida. Irrumpo en ella y está en mis manos ver qué hago con ella, determinar cómo la vivo y la gestiono. Mi biografía tiene capítulos en los cuáles yo no he escrito ni una letra. Sólo me queda aceptarlos y descubrir qué espera la vida de mí. Cada uno puede reconocer qué hechos en su biografía han aparecido sin ninguna contribución por su parte. Comprender esta realidad desactiva nuestra megalomanía y nuestros aires de superioridad o grandeza narcisista. Entonces, solo entonces, empezamos a darnos cuenta de que los vericuetos del amor recorren itinerarios imprevisibles, que configuran la vida.

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