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Venezuela, petróleo y libertad

La nación venezolana lleva años sumergida en una crisis social, política y económica de difícil solución. Paradójicamente la principal causa de tanta precariedad es su propia riqueza: el petróleo. Un producto ambicionado por unas élites dispuestas a saquear cuanto haga falta para incrementar sus dividendos.

Ahora bien, cuentan con la complicidad de los ciudadanos del mundo desarrollado cuyo bienestar se acrecienta cuando se modera su precio. Los primeros colonizadores compararon lo que hoy es Venezuela con el “Paraíso Terrenal” y la denominaron “Tierra de Gracia”. Incluso su nombre nos evoca la ciudad de Venecia, la suntuosa potencia comercial del Mediterráneo de esa época.

A pesar de tanta abundancia, hoy sus habitantes sufren el flagelo de una escasez injustificada. La prodigalidad de la naturaleza contrasta con la ambición de unos pocos que conspiran para apropiarse en exclusiva de unos recursos extraordinarios. Mientras tanto el pueblo, cansado de sufrir tantas penurias, se ha lanzado a las calles para reclamar una solución. Sin embargo, su protesta choca con el discurso de la libertad. Sí, los líderes políticos -de aquí y de allí, del Norte y del Sur, de Oriente y de Occidente- se atribuyen la legitimidad en la defensa de este bien tan preciado, la libertad.

No obstante, a menudo sus palabras son cortinas de humo que ocultan intereses más prosaicos e incluso espurios. Mientras la gente arriesga sus vidas en la calle, los que realmente deciden el destino de las naciones se apresuran a realizar cálculos siniestros para no perder tajada en el festín petrolero.

Poco importa el porvenir de millones de personas, en la ruleta del comercio internacional prevalecen otras prioridades. No podemos hacer oídos sordos al clamor de los venezolanos. Debería de ser un revulsivo que despertara nuestras conciencias adormecidas, demasiado acostumbradas al bienestar que nos proporciona el despilfarro del oro negro.